28 oct 2010

Terminal


Port authority bus terminal, New York City, año 26 era Orwell.
Terminal

Me llamo Jean Quevreux. Tengo 54 años. Oficio: escritor. Sí, me dedico a escribir. He vivido de escribir y mi vida es escribir. Estoy en una pequeña habitación de un hotel. Bueno, no, no es un hotel. Es un hospital. Uno del otro no está tan lejos ni en su familiaridad etimológica ni en su contenido. Hospital viene del latín hospes, sustantivo que significaba tanto huésped como hospedador y de donde proviene la palabra hospitalidad. Por su parte, de la contracción del latín tardío hospitalem surge, para el francés antiguo, hostel que será modificada mediante la presencia carismática del acento circunflejo (^) que siempre esconde debajo de sí la historia de una s abolida: hôtel. Esta palabra servirá de modelo para otros idiomas como el inglés, el castellano, el italiano, el portugués quienes sumarán una segunda mutilación: hotel. Pero este recorrido erudito no sirve de nada. No importa. No interesa. He perdido el tiempo al escribir esas palabras y tal vez pérdida también para quien logre leerlas. Si dije hotel y no hospital es porque me siento confortable aquí, como si hiciese un placentero séjour en el campo, rodeado de comodidades y atenciones, servicios y pleitesías. Pero esa confusión, esta aparente confusión puede no ser sino un deseo de confundir las cosas, una escapatoria a un hecho concreto, el último recurso a la huída. Pero debo ser claro, sincero, no sé sincero con quién, si conmigo mismo o con quien pueda leer estas palabras. ¿Qué cambiaría si digo que es un Hotel y no un Hospital? ¿Qué efecto podría tener en el lector accidental de estas líneas? Lo desconozco, pero aún así seré sincero, claro. Estoy en la habitación 215 del pabellón de Cuidados Intensivos del Hôpital Lariboisière, magestuosa construcción decimonónica cuya capilla yace en uno de los extremos coronada por las silenciosas estatuas vigilantes de la Caridad, la Esperanza y la Fé. París, 2 rue Ambroise Paré, Galería Elisa Roy, puerta 16, segundo nivel, giro a la izquierda, corredor al fondo, quinta puerta a la derecha, número 215, cama del fondo. Son dos camas, dos pacientes que esperan a la bella dama que nunca falta una cita. Según he podido entender, mi compañero de habitación sufre, desde hace bastantes años, de insuficiencia hepática cuyas causas se han ido agravando hasta el extremo de ser visitante de esta sala. Aquí todos somos visitantes, todos y todas estamos de paso. Cada uno de los que ocupa un lugar en este pabellón, en algún momento lo abandonará. Estamos todos de paso. Los servicios que recibo -hablo por mí, ¿cómo puedo hablar por todos aquellos a los cuales no sé cómo tratan?- me empujan a permanecer aquí más tiempo. Creo que eso ya lo dije, bueno, qué más da, que quede claro pues soy sincero. Pero me engaño, vaya paradoja yo que sólo quiero ser honesto, me engaño a mi mismo cuando digo eso, pues se sabe que no estamos sino de paso. Venir para partir, para ya no estar aquí. De tal forma creo que mi compañero de cuarto pronto va a dejarme solo, partirá con su familia, o mejor sería decir que será su familia la que parta con él, tristes, acongojados, repudiando la vida por su contrapartida, reclamando a Dios por las injusticias cometidas contra un buen servidor de su fé. Bueno, esto último es deducido, pues cuando sus familiares vienen a visitarle, cuando se hace posible que vengan a visitarle aquellos que yo identifico como sus familiares, rezan. Oran juntos, hablando por él, orando por él, rogando por él y por él. Hacen un círculo en torno a su cama y finalizan sus murmullos aseverando ante la autoridad divina que él nunca dejó de ser un buen hijo de Él. Los escucho, suavemente, dulcemente, algo distante pero identifico los sonidos. Desde donde estoy logro ver sobras, sospechar movimientos, intuir la formación estricta que toman, el ritual que realizan. Si pudiera tan solo girar un poco mi cabeza podría todo el cuadro registrarlo con tanta claridad que dibujaría sus rostros, delinearía sus expresiones, definiría sus edades y jugaría con las posibilidades filiales entre unos y otros, pero no puedo. No tengo ningún aparato ortopédico que me impida mover mi cabeza, pero me resulta imposible. Igual pasa con mis piernas, con mis brazos. Nada me obstruye, pero nada puedo mover. Tal vez las desbordantes atenciones se deban al hecho de estar postrado en esta cama. Me saludan, me hablan, me peinan, alguna enfermera intrépida me afeita como si supiera de antemano que nunca ha sido de mi gusto dejarme crecer la barba, me asean, me hacen masajes por cada parte de mi cuerpo… no es por generar envidia, pero es verdad, cada rincón de mi cuerpo disfruta de las estimulaciones táctiles que periódicamente un grupo de enfermeros y enfermeras –mi inclinación sexual queda abierta a vuestra propia interpretación- vienen para divertirse y disfrutar de mi piel y de mi voluptuosidad tanto como yo con sus juegos quiroterapeuticos. Todo ello por el simple hecho de no poder ni en lo más mínimo producir siquiera el más diminuto y efímero movimiento. ¿Mis ojos? ¡Vaya pregunta! Responderé diciendo que una pared blanca se me presenta como único horizonte disponible y que con regular frecuencia se me aplica Restasis para estimular químicamente la lubricación lagrimal que no produzco dada la carencia de parpadeo. Pero para seguir siendo sincero como lo he sido hasta el momento, no son los ojos lo que me angustia, son mis manos, oh! mis manos que nada escriben, porque no es tampoco el acto de escritura el que me hace desvariar o perder el sueño pues en mi mente aún escribo, cada uno de nosotros aún siendo analfabeta logra en su mente escribir, trazar líneas, hilar grafemas… ; así he pasado el tiempo en este apacible lugar, escribiendo, grabando en una rúbrica irregular las palabras que surgen, pero sin mis manos, sin mi voz, sin siquiera el parpadeo nada será legible.


Paris, año 26 era Orwell