Newark Airport, NJ, USA, Año 27 Era Orwell.
En la madrugada, aún bajo la penumbra, llegamos a la ciudad que otrora guardara maravillosamente el imponente coloso. A pesar de la hora, en el puerto y a lo largo de la ciudad-nueva el movimiento era constante. Sonidos estridentes, voces en diversos idiomas, música frenética, automóviles y camiones que salían de las entrañas de los cruceros, gente que subía y que bajaba, otros que permanecían a la espera de un rencuentro, unos pocos que no se inmutaban de absolutamente nada. Franqueadas las murallas, las estrechas calles del siglo XIV nos rodearon y nos aislaron haciéndonos penetrar en un interior que ignorábamos. Sería parte de un engaño afirmar que ninguno tenía miedo. La iluminación de la mayoría de tramos que debimos realizar al interior de la ciudad antigua, parecía más próxima a siglos ya vividos y mal recordados que al presente de donde veníamos. Junto a las sombras éramos espectros anacrónicos. Nuestro mapa, una quimera. Tomar por la más pequeña de las calles se mostraba como una travesía no tanto urbana sino temporal. Absolutamente perdidos, pero además vulnerables. Si sobre nosotros hubiera saltado un impredecible ataque nocturno, no hubiéramos sido victimas sino testigos de alguna crónica de cruzados. La ciudad, con su sueño y su memoria, nos empujaba sinsentido. Fácil era confundir la ruta pero continuábamos guiados por un instinto como si ya habitáramos un tiempo pretérito. Un espiral trazaba las fronteras no sólo espaciales sino ejecutaba magistralmente un brusco cambio de proporciones temporales. Imposible sería separar cada fragmento de esta espacialidad en la cual nos perdíamos de las fugacidades de movimiento temporal en las cuales no sumergíamos. Pronto no nos reconoceríamos, ni entre nosotros ni con nosotros mismos. Pronto nos presentaríamos como indescifrables ; extraños sujetos que no se identificarían. Forastero para los otros, extranjero para sí. Inmediatamente después de nuestra conversión en desconocidos, los acertijos urbanos serían rebelados y cada cuál, con facilidad, tomaría su rumbo.
Ρóδος,
Año 26, era Orwell.
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